Cómo escapar (según un relato de Marguerite Yourcenar)
En ciertas circunstancias y acompañada
de una cierta mirada, la realidad revela su dimensión áurea,
indestructible y plena. Cualquiera de las cosas que la componen
manifiesta una belleza para la cual no hay aliento y el más modesto
rincón del mundo se descubre como un rincón del Edén. ¿Qué hacer
ante tal acontecimiento? El anciano pintor Wang-Fô, en el relato de Marguerite Yourcenar, sólo vive para
dejar en el lienzo la imagen sagrada de las cosas. Su discípulo Ling
sólo vive para servirle, agradecido por la mirada que su maestro le
ha regalado, aunque incapaz de reconocer con ella a otros seres que
le acompañan. Los poderosos del mundo, como el Emperador, sienten
ante tal acontecimiento la mentira de su poder y la verdad de su debilidad. El esplendor de la realidad despierta en ellos
resentimiento. El dueño del mundo lo es de una sombra y todo su
poder es inútil para acceder a aquello que verdaderamente lo merece,
la realidad en su plenitud. ¿Cuál es su respuesta? Hace lo único
de lo que es capaz: actuar como sirviente de la muerte aniquilando a
quienes poseen el secreto de su impotencia.
Pues bien, ¿pueden aquellos que nada
pueden escapar de algún modo a la sombra de la muerte que los
poderosos del mundo extienden a su alrededor? ¿Pueden salvarse el
anciano pintor y su discípulo, y tal vez nosotros, en la medida en
que no estemos completamente dominados por la creencia en la muerte y
en el poder de sus servidores? Leamos la historia y tal vez luego
podamos contestar (y gracias a Carmen por compartir el relato).
CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ (De Cuentos orientales).
El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
Avanzaban
lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los
astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya
que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y
ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser
pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran
pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y
despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el
peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la
espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a
los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos
en primavera y del rostro de la luna de verano.
Ling
no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se
apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista
de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le
había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había
crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella
existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía
miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos.
Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y la
eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su
hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve
para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como
la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la
boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de
morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en
compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que
daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón
límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un
talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para seguir
la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas.
Una
noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano
había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con
realismo a un borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si
se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El
alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y
aquella noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una pared y las
palabras unos colores destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling
conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores,
difuminadas por el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado
de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos del
fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas
por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la
ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para
que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de
tener miedo a las tormentas.
Ling
pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni
morada, le ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino;
Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados
destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros
de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una
naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma
delicada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta
entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos.
En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una hormiga a lo
largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por
aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fô
acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó
respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus
padres.
Hacía
años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño
tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante
irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no
era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe
tensando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época
actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó
posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó
vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues
aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos
que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchitaba como la
flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la
encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la
bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus
cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las
beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por
última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de
los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo
exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.
Ling
vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su
estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que
venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling
cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una
ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de
belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por
los caminos del reino de Han.
Su
reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos
fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los
peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía
el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color
que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les
pintase un perro guardián, y los señores querían que les hiciera
imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio;
el pueblo lo temía como a un brujo.
Wang
se alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían
estudiar a su alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de
veneración.
Ling
mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus
éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el
anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos
detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro,
desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô
estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le mostraba
sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba
alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.
Un
día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y
Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se
envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor,
pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado
aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos
de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos
gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció,
recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la
comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se
preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
Entraron
los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través
del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero.
La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más
feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de
Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego
con el color de sus abrigos.
Ayudado
por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos
caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos
dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las
preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca
salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su
maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron
a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían
en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a
Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya
forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y
lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas
giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su
disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el
palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un
poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas
órdenes que allí se pronunciaban debían de ser definitivas y terribles,
como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se
enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se
hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los soldados
temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se
hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
Era
una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de
piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y
cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una
exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía
perfume, por temor a que la meditación del Dragón Celeste se viera
turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban
sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del
recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro
separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que
pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de
batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
El
Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos
estaban arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte
años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para
recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero impasible como un
espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros
y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres
Perfectos y a su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como
sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para
recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido
la costumbre de hablar siempre en voz baja.
—Dragón
Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy
débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez
Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho
yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.
—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.
Su
voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano
derecha, que los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca
como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan
largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había
hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que
mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel
momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo
siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arrabales
de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los
estibadores.
—¿Me
preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador,
inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a
decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino
por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas
deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi
padre había reunido una colección de tus pinturas en la estancia más
escondida del palacio, pues sustentaba la opinión de que los
personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los
profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas
me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran
soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a
mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas
olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi
puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera
hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se
mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los
colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el
crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba, cuando no podía dormir,
y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches.
Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de
memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de
amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir.
Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano
monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fatales de los Cinco
Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos
aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar
todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el
mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul
que una piedra al caer no puede por menos de convertirse en zafiro;
que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a
las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de
tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan
en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían
traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas
que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las
nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi
litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había
previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines
llenos de mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que tú
pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas
me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja
que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los
pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las
mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los
ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da
náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que
un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor
insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no
es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único
imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras,
viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil
Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una
nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca
se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a
reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto
poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte
en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te
quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas
que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos,
divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio
he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
Al
escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un
cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo
apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling
dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro.
Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió
de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se llevaron
los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata
que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.
El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
—Óyeme,
viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el
momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que
la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto.
Ya
que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero
verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la
colección de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan las
montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es
verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos,
como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura
se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un
esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado
en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un
niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del
niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has
terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las
rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a
terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los últimos
secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus
manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito
penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de
que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones
al límite de los sentidos humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y
puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré
todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido
todos asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más
bien, si quieres, que esta última orden es una consecuencia de mi
bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has
acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar
tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un
hombre que va a morir.
A
una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron
respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la
imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues
aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una
frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba,
no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang,
todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que
bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo
suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los
pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar
inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus
pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que
nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.
Wang
empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una
montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que
no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de
jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su
pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.
La
frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba
ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los
remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir
de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la sala y
luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos
del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a
quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo. Con
el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la
etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a
nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera
podido oírse caer las lágrimas.
Era
Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga
derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo
de coser aquella mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero
lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.
Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:
—Te creía muerto.
—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?
Y
ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en
el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una
gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la
superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba
como un loto.
—Mira,
discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a
perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en
el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
—No
temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y
ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el
Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas
gentes no están hechas para perderse por el interior de una pintura. Y
añadió:
—La
mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están
haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.
—Partamos —dijo el viejo pintor.
Wang-Fô
cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los
mismos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido
de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en
torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy
pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresiones del
pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el
Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.
El
rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una
barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando
tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil.
Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca,
pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que
flotaba al viento.
La
pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la
distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de
visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô,
que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez del
crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar.
Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a
la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco
de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling
desaparecieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô
acababa de inventar.
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